Uno de los pocos hechos incuestionables en nuestra vida es
la muerte. Independientemente de si creemos en una vida más allá, o una gran
conciencia que define una continuidad en la que está nuestra existencia, o
neguemos algo más allá de nuestro fin físico, la muerte nos
llega a todos.
Esta realidad incuestionable, cuando realmente se asume, nos
baja a la tierra. La persona se vuelve más humilde y se despoja de vanidades
para centrarse en lo más importante: ser feliz, hacer felices a los demás,
vivir el momento, abandonar luchas yermas, etc.
En este sentido deberíamos orientarnos. No en nuestra
prosperidad crematística o nuestro escalafón social, no en sublimar las
carencias de otros o reproducir objetivos que nos encadenan y nos son ajenos,
sino en ser nosotros en el todo del que formamos parte, en la dicha, en las
cosas naturales y en lo simple.