Con estas palabras como cebo todos hemos acabado haciendo, en algún momento de nuestra vida, algo que considerábamos una estupidez. Esto ocurre de forma significativamente frecuente en la adolescencia, pero ello no implica que suceda siempre así. De hecho, la superación cronológica y hormonal de dicha etapa no implica que hayamos madurado afectivamente, pudiendo encontrarnos con adultos que funcionan casi como púberes.
El mecanismo de este reto es relativamente simple: provocar una aceptación de las normas de un grupo y, por ende, de nuestro rol en él, enfrentándonos a un desafío. La cosa empieza a enrevesarse cuando esta acción no coincide con esa época de nuestra vida de afirmación social, búsqueda de la propia identidad, influencia del grupo de iguales y de aspiración a la homeostasis hormonal, que es la adolescencia. En efecto, en el trasfondo de dicho comportamiento radica lo afectivo, lo límbico, lo subconsciente. Asumir este lance implica nuestra incapacidad de valorarnos por lo que somos, por lo que sentimos y merecemos, por nuestra inmensa validez intrínseca como seres humanos, y ello se ancla en la programación subconsciente.
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